lunes, 25 de noviembre de 2013

Reseña de "El orden del discurso", de Michel Foucault

EL ORDEN DEL DISCURSO: PROCEDIMIENTOS QUE DETERMINAN
EL CONTROL DISCURSIVO Y ALGUNAS PAUTAS DE ANÁLISIS
Jhon Monsalve
Foucault, M. (2008). El orden del discurso. Barcelona: GRAFOS.
Imagen tomada de internet
En 1970 Michel Foucault lee “El orden del discurso” como acto inaugural del cargo que ahora ocuparía sucediendo al filósofo francés Jean Hyppolite en la Cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento. De una manera metafórica y haciendo uso de un lenguaje filosófico valora el trabajo del filósofo anterior y lo evoca tanto al inicio como al final de su ponencia. En las primeras páginas, hace alusión a una voz que pareciera precederlo, y en los últimos párrafos, relaciona tal evento con las ideas y propuestas de Jean Hyppolite. Lo interesante es que en medio de estas referencias hay un trabajo analítico profundo sobre lo que ha caracterizado al discurso a través de la historia. Foucault, en la medida en que desarrolla sus argumentos, trata ciertos temas en concordancia con los rasgos discursivos y con el análisis propiamente del discurso, pero en todo momento hace una relación constante entre este acto y el poder, la sumisión y la exclusión.
En la primera parte, el autor deja clara la tesis que sostendrá durante todo el texto y que, grosso modo, consiste en reconocer que hay ciertos procedimientos que hacen del discurso un conjuro de poderes y peligros. Para ello, centra su atención en los procedimientos de exclusión, que abarcan, en primer lugar, lo prohibido. En definitiva, lo que se argumenta es que no todo puede decirse y que tal prohibición es más recurrente en los campos de la sexualidad y la política: “Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa” (p. 14). El segundo principio de exclusión es la dicotomía entre razón y locura. En este apartado se explica históricamente cómo los que no tenían el poder discursivo en la sociedad medieval y aun así se expresaban eran considerados locos, y aquellos que especificaban los motivos de la locura a partir del discurso prestablecido eran los que razonaban.  El último principio de exclusión es la contraposición entre lo verdadero y lo falso. En este punto, Michel Foucault hace una contextualización histórica sobre el concepto de verdad que, a través del tiempo y del cambio cultural, ha ido variando. En primera medida, era considerado como verdadero todo discurso proferido con una suerte de componentes estilísticos, pero con Platón, se dejó a un lado tal sentencia y la verdad llegó a ocupar el cuerpo de todo discurso expresado fuera del poder y del lenguaje sofista. Luego de hacer algunas referencias históricas del siglo XVI al XIX sobre el concepto de verdad en relación con la tendencia del saber, afirma que de los tres procedimientos de exclusión el que, tal vez, abarque a los demás sea este último. El autor concluye el apartado haciendo alusión a que la voluntad de expresar el discurso verdadero es propia del deseo y del poder y, por lo tanto, esta voluntad tendría como propósito la exclusión.
Ahora Michel Foucault centra su atención en los procedimientos internos del discurso que, de igual manera, ejercen control en él. El primero de ellos es el comentario que, directamente relacionado con los dichos populares, se configura como eje de los rituales políticos, religiosos y  culturales. El comentario permanece, va y vuelve; lo que lo hace renovable es su capacidad de retorno. El segundo factor es el autor entendido no como quien escribe el texto, sino como “principio de agrupación del discurso, comunidad y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia” (p. 30). Esta definición engloba aquellos actos discursivos como las conversaciones cotidianas, en las cuales el autor se reduce o se transforma, tal cual lo afirma Foucault, en el origen de las significaciones. Después de estas referencias, y en aras de explicar otro principio de limitación discursiva, expone los rasgos comunes, a través de la historia, de lo que se considera la disciplina. En primer lugar, opone este último concepto al de comentario y al de autor, debido a que la disciplina, por una parte, no permanece y no se repite, y, por otra, por el hecho de que está al servicio del que quiera hacer uso de ella. De este apartado Foucault concluye que, para que una proposición haga parte de una disciplina, es necesario que permanezca en la verdad. Al respecto, complementa que un discurso puede ser verdadero, pero no estar en la verdad; pone el ejemplo de Mendel que, aunque decía la verdad, no fue considerado con la importancia que merecía en su tiempo, por el hecho de que no estaba en la verdad de lo que, entonces, se creía. 
Un procedimiento más que podría controlar el discurso es el que determina las condiciones de su uso. De este modo, los hablantes deben comprender y aceptar ciertas reglas que son impuestas por convención para que el acto discursivo se lleve a cabo. Foucault denomina ritual a los signos y componentes proxémicos y cinésicos, propios del discurso, y asocia tal acto a las doctrinas religiosas, filosóficas y políticas. Estas doctrinas, que tienden a la difusión y a la definición recíproca de la cantidad invaluable de sujetos, no pueden considerarse sociedades del discurso, debido a que el número de individuos de estas últimas son limitados y, por lo tanto, el discurso, tal cual lo afirma el autor, puede circular y transmitirse.
Paso seguido, Michel Foucault, partiendo de que en el discurso se ponen en juego los signos, considera que este acto está, por tanto, al servicio del significante. Por tal razón y teniendo en cuenta los párrafos anteriores, pretende basar sus propuestas como sucesor de Jean Hyppolite en el replanteamiento de la voluntad de verdad, de la restitución del discurso como acontecimiento y, finalmente, de la posibilidad de borrar la soberanía del significante.
Lo anterior lleva consigo unas exigencias. La primera de ellas es el trastocamiento, concerniente al reconocimiento del juego negativo de un corte y de una rarefacción del discurso, que lo haría, por siguiente, menos denso. Junto a esta búsqueda de menor densidad, aparece la discontinuidad discursiva, que configura el discurso como una práctica en constante yuxtaposición con otras del mismo estilo. Por lo tanto, la búsqueda de una menor densidad no logrará la continuidad o el silencio discursivo. Otra exigencia es la especificidad, entendida como el rasgo que hace del discurso una “violencia que se ejerce sobre las cosas” (p. 53), y no un cómplice de nuestro conocimiento. El último de estos principios es la exterioridad, que consiste en el enfoque de las condiciones externas que producen el discurso; de ningún modo, se refiere al propósito de estudiar el núcleo o el interior del acto discursivo.
A renglón seguido, el autor expone cuatro nociones que pueden regular el análisis discursivo: el acontecimiento, la serie, la regularidad y la condición de posibilidad.  Luego de relacionarlas con la historia de las ideas, vuelve al concepto de discontinuidad para describir de qué manera el instante y el sujeto determinan acontecimientos distintos, a causa de una suerte de azar. Al respecto, concluye que los discursos podrían ser considerados como “series regulares y distintas de acontecimientos”, en relación constante con el pensamiento y caracterizadas por la materialidad, el azar y lo discontinuo.
Michel Foucault retoma la exigencia del trastocamiento, especificada ahora como la acción que pretende cercar la delimitación o las formas de exclusión. Para ahondar en este principio de análisis, centra su atención en el tercer sistema de exclusión expuesto en las primeras páginas del documento: lo verdadero y lo falso. Otra vez contextualiza históricamente algunos eventos en torno a este tema, y hace lo mismo con conceptos ya expuestos, tales como: el autor, el comentario y la disciplina. Todo lo anterior va encaminado a lo que se denomina los procedimientos de control discursivo y a las descripciones críticas y genealógicas, entendidas, respectivamente, como el señalamiento de los principios de producción o de exclusión y como el intento de captar el discurso en su poder de afirmación o negación de proposiciones falsas o verdaderas. Así las cosas, el autor pretende explicar el análisis del discurso no como una continuidad de sentido o como una supremacía del significante, como lo había expuesto arriba, sino como el acto que “saca a relucir el juego de la rareza impuesta con un poder fundamental de afirmación” (p. 68).
Finalmente, Michel Foucault ofrece los créditos correspondientes a los filósofos en los cuales se basó para formular las ideas expuestas en “El orden del discurso”. Entre ellos, están Dumézil, Canguilhem y Jean Hyppolite. A este último, que es también a quien sucede en el cargo de la Cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento, es a quien más se refiere con profundo agradecimiento por el legado y los aportes filosóficos que dejó a la academia y, en especial, a esta cátedra.
Tal vez queden muchas cosas por decir. Lo cierto es que las propuestas que presenta Foucault rompen, de cierta manera, los enfoques que consistían más en el reconocimiento del discurso como un acto de monarquía sígnica interna y no como un hecho en el que se hallan inmersas ciertas acciones de poder que tienden a la sumisión, no solo discursiva, sino también social. Un análisis del discurso realizado a partir de los acontecimientos, de la discontinuidad y del azar es un indicio de comprensión del sistema de poder que subyace en cada acto discursivo.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Los cachorros, de Mario Vargas Llosa: otra imposibilidad de amar

Los cachorros, de Mario Vargas Llosa: otra imposibilidad de amar
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
En el Congreso Jalla 2012, que se llevó a cabo en Cali, Colombia, presenté una ponencia sobre un cuento de uno de los escritores contemporáneos de Puerto Rico. La ponencia llevaba como título: La imposibilidad de amar en el cuento “El regreso”, de Emilio Díaz Valcárcel. Una narración estéticamente bien lograda, cuya temática era los traumas sicológicos de un hombre que en la Guerra de Corea había perdido, dentro de un campo de batalla, su miembro viril.
Entre mi poca experiencia como lector, debo confesar que nunca imaginé que hubiese una trama semejante en otra obra literaria latinoamericana. Y la encontré esta semana y, del mismo modo, la disfruté. Esta vez era otra especie de campo de batalla y otra la munición. Pero de igual modo le cambió la vida, y para siempre, a este nuevo personaje.
Cuéllar era, en un principio, un niño aplicado: sociable, el mejor del salón, y amante del fútbol. En cierta ocasión, Judas, el perro que pertenecía a los Hermanos de la institución en la que estudiaba él con sus amigos, lo mordió justo en el lugar en el que una granada le voló la masculinidad al personaje de “El regreso”. Al principio, las consecuencias fueron mínimas: las heridas le impidieron que, momentáneamente, volviera a jugar fútbol, y en la medida en que iba creciendo, se portaba de una manera diferente, las notas no fueron las mismas, los Hermanos lo comprendían y tras una suerte de remordimiento, permitían que, aun así, pasara las materias con calificaciones aceptables. Creció y cambió de tal manera que en cierta ocasión: “(…) lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el cine, y daban cualquier cosa por un math de fútbol, y ahora lo que más eran las chicas y el baile (…)”.  El problema mayor fue cuando creció y se dieron cuenta de que él, Cuéllar, ya no era un niño como antes y que, además, había adoptado rasgos varoniles notorios en comparación con sus amigos. Sus padres lo consentían en todo lo que demandara. En un automóvil venía e iba a la playa con sus amigos. A Cuéllar le gustaba nadar. Llegó un momento en el que lo empezaron a llamar Pichulita, apelativo que en Perú se considera tabú por el hecho de que hace referencia al miembro viril.
Lo más raro del asunto sucedió cuando Cuéllar empezó a darse cuenta de que, a medida que crecían, sus amigos tenían novias, y él les buscaba pleito, los ofendía, se sentía traicionado por ellos, quienes ahora priorizaban en sus parejas, antes que en él. Las novias de sus amigos y ellos mismos se preguntaban la razón por la cual Pichulita no tenía pareja y reflexionaban sobre ello: “No tenía porque es tímido, decía Chingolo, y Pusy no era, qué iba a ser, más bien un fresco, y Chabuca ¿entonces, por qué? Está buscando pero no encuentra, decía Lalo, ya le caerá a alguna, y la China, falso (…)”. Y sentían pena por la actitud de Cuéllar ante las mujeres. Hasta que un día, con la llegada de Teresa Arriarte, la vida de nuestro tímido cambió: “De nuevo se volvió sociable, casi tanto como de chiquito”. Y aunque se coqueteaban mutuamente, a Cuéllar le faltó voluntad para dar el paso de la declaración. En el mar hacía piruetas para sorprenderla, la invitaba a cine, se volvieron buenos amigos y, tras los flirteos, buenos coquetos. Pero no hubo voluntad porque lo atajaba el porvenir… el momento en que como hombre tuviera que responder. Por eso nunca dio el paso, y Teresita terminó ennoviada con otro. “Entonces, Pichula Cuéllar volvió a las andadas”. Y tras los malos tratos, los pésimos comportamientos, sus amigos de toda la vida se fueron esfumando. Lo intentaron nuevamente, pero la irresponsabilidad de Pichulita tras el volante casi termina matándolos, y ese sí fue el acabose. Luego los saludos fueron más escasos y llegó la muerte: “(…) y ya se había matado, yendo al Norte, ¿cómo?, En un choque, ¿dónde?, en las traicioneras curvas de Pasamayo, pobre, decíamos en el entierro, cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo buscó”.
Mario Vargas Llosa nos presenta una narración ambientada de manera similar al contexto de La ciudad y los perros. Muestra un hecho contundente e identitario del peruano y del latinoamericano en general: la pérdida del miembro viril como el acabose de la masculinidad, que trae consigo traumas sicológicos. “Los cachorros”, sin embargo, difiere de “El regreso”, de Emilio Díaz Valcárcel: en este último el trauma fue dejado por los vestigios de la Guerra de Corea y a causa de una promesa de matrimonio realizada tiempo atrás. En la novela de Vargas Llosa, la emasculación representa una imposibilidad de amar, que quita las bases de la masculinidad y termina representado metafóricamente un imaginario social latinoamericano, que, aunque se muestre en el cuento de Díaz Valcárcel, pasa, pues, a un segundo plano. Vargas Llosa, en 1967 y con una prosa particular, que rompe todo esquema sintáctico y narrativo, sorprende con esta novela que demuestra un avance más de la ingeniosa y recién nacida literatura del Boom: “Los cachorros es una nueva coronación de su maestría técnica, una etapa de experimentación formal que lleva a otros extremos los procedimientos narrativos con los que antes ya nos había pasmado”, afirma José Miguel Oviedo.

A lo último los amigos se presentan viejos, y en pocas páginas, y sin darse cuenta, el lector atraviesa la vida de estos muchachos que nunca comprendieron, al parecer, que la timidez de Cuéllar se debía a su inseguridad. Todos con hijos, y Pichulita en la tumba. No por nada le decían Pichulita. 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

“Ser-signo-interpretante”, de Mariluz Restrepo: Las categorías del ser, el papel del signo y la importancia del interpretante

“Ser-signo-interpretante”, de Mariluz Restrepo: Las categorías del ser, el papel del signo y la importancia del interpretante
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet

Restrepo, M. (1993). Ser-signo-interpretante. Santafé de Bogotá: Significantes de papel Ediciones.
(…) hybris, que lleva a nuestro pensamiento
 a erigirse en dueño del sentido. P. Ricoeur
En 1993 Mariluz Restrepo, una de las filósofas y semiotistas colombianas más reconocidas, publica un libro—tal vez el más claro y didáctico que se ha escrito en lengua española sobre este aspecto— en torno a las propuestas filosóficas y semióticas de Charles Sanders Peirce: “Ser-signo-interpretante”.
El libro lo divide en dos partes: en la primera, expone la vida y obra de Peirce, y en la segunda, describe y analiza cada una de las propuestas de este filósofo norteamericano, concernientes a la tricotomía de las categorías del ser.  El término puesto en cursiva va a ser trascendental en la comprensión de las propuesta peirceanas, debido a que tanto las categorías del signo como las del ser irán compuestas constantemente por tres planos: una Primeridad, una Segundidad y una Terceridad.
En la primera parte del libro, Mariluz Restrepo expone la vida de Peirce: parte de su buena posición económica, pasa por sus habilidades para la lectura y la escritura desde temprana edad, por sus estudios en Química y demás ciencias naturales que asoció todo el tiempo con el hacer filosófico para comprenderlo científicamente;  llega, de cierto modo, a su comportamiento introvertido y antisocial, a su pasión por la escritura, y termina exponiendo la evolución textual de Peirce, que ha sido poco o mal traducido al idioma español.
La segunda parte, intitulada “Filosofía de la representación”, está dividida en tres apartados. El primero de ellos “Las categorías: desarrollo fenomenológico, fundamentación ontológica” centra su atención en la descripción de las categorías del ser, a partir de la teoría triádica. De este modo, la autora expone la mónada, la diada y la triada como rasgos de cada una de las categorías: Primeridad, Segundidad y Terceridad. La primera se entiende como la cualidad en sí misma: “El modo de ser rojo (rojeza), amargo o doloroso son posibilidades cualitativas que son  aun sin incorporarse a algo. Son algo positivo y sui generis” (p. 80). En otras palabras, la Primeridad no es más que las sensaciones en sí mismas, no lo que percibe el humano, sino la cualidad intrínseca de cada elemento en particular. La autora aclara que ninguna de estas categorías puede ir disjunta de las otras. Por lo tanto, esta Primeridad es solo posible en la Segundidad y, a la vez, esta última es posible, junto con la primera, en la Terceridad.
Ahora bien, la Segundidad, la diada, se comprende por lo real, por lo que existe, por el hecho que está en constante oposición con otro más: “La existencia es el modo de ser que se da al resistirse a otro. Un hecho es realidad por sus acciones frente a otra realidad, así una cosa sin oponerse a otra ipso facto no existe” (p. 88). La autora habla de dos tipos de Segundidad: la genuina y la degenerada. La primera se conforma por las acciones reales de algo sobre algo y es, al parecer, la que se retoma a lo largo de todo el libro; en la segunda, la degenerada, no interviene lo real, sino se produce como fruto de la razón.
La Terceridad, la triada, es el lugar en el que convergen las dos anteriores: “Una triada es una idea elemental de algo que es en tanto relativo a otros dos, con cada uno de manera diferente. Incluye de hecho al mónada y la diada” (p. 94). El componente principal de la Terceridad, que es el mismo que hace posibles la Primeridad y la Segundidad es el pensamiento, que es la fuente o la base de la significación. Estas tres categorías son sintetizadas claramente por Mariluz Restrepo de la siguiente manera: “Si la conciencia inmediata se da en la Primeridad como sensación de cualidad sin reconocimiento o análisis y en la Segundidad se da la conciencia de la resistencia como la irrupción de un factor externo, en la Terceridad la conciencia sintetiza el tiempo, el sentido de conocimiento, el pensamiento” (p. 95).
Ahora bien, estas categorías, tal cual lo expone la autora, han sido usadas en diversas ciencias tanto naturales como humanas, a las que Peirce ha incluido dentro de una sola: la Filosofía. Con base en esto, la Fenomenología, las ciencias normativas y la Metafísica harían parte de esta ciencia mayor y, por lo tanto, la tricotomía podría ser utilizada en dependencia de las necesidades de cada disciplina.
El segundo apartado del capítulo en mención se titula “Semiosis: acción del signo” y presenta la clasificación sígnica de los procesos semiósicos, que configuran las categorías universales del ser. Peirce llama Lógica a lo que se conoce como semiótica; para explicarla, se vale de la relación entre representamen, signo e interpretante. El segundo es la concreción del primero, y el tercero, en relación con el pensamiento, hace posibles a los otros dos. Al referente lo denomina, según lo expuesto por Mariluz Restrepo, como objeto mediato o dinamoide, diferente al signo, al representamen y al interpretante.
A renglón seguido, la autora expone la clasificación sígnica, dividiéndola en tres tricotomías. La primera es la condición del signo, que puede ser Cualisigno (la cualidad), Sinsigno (hecho o cosa real) o Legisigno (ley, generalmente establecida por los hombres). La segunda dicotomía hace referencia a la manera en la que el signo se conecta con el objeto representado: Ícono, Índice y Símbolo. El mismo Peirce define al primero de la siguiente manera: “Un signo puede ser icónico, esto es, representa su objeto por su similaridad con él, cualquiera que sea su modo de ser” (p. 129). El Índice se refiere al objeto por haber sido afectado directamente por este. En otras palabras, el índice no se asemeja con el objeto, pero es producido por él. El Símbolo funciona como Legisigno, en el sentido en que es a partir de una ley convencionalizada por la cual se reconoce al objeto representado. Para ejemplificarlo, podría decirse que una paloma no se parece en nada a la paz, pero que gracias a su convención significa tal cosa.  La tercera tricotomía del signo describe al Rhema o Término (signo para el interpretante), al Dicisigno, Dicente o Proposición (el interpretante lo comprende en su existencia real) o, en últimas, al Argumento (el signo como ley para el interpretante). Como se nota, esta relación triádica se refiere a la conjunción signo-interpretante, y en ningún caso a las demás. Mariluz Restrepo relaciona esta taxonomía con las categorías del ser: “Es evidente la analogía entre las categorías universales del ser y las divisiones en cada una de las tricotomías. El fundamento de la clasificación es la forma en que la cualidad posible, el hecho individual y la ley general se manifiestan en todo fenómeno. En esta perspectiva, Cualisigno, Ícono y Rhema corresponden a la manifestación sígnica de la Primeridad; Sinsigno, Índice y Proposición a la Segundidad; y Legisigno, Símbolo y Argumento a la Terceridad” (p. 138).
En la última sesión de este apartado, la autora expone la acción del signo en el mundo, priorizando en el concepto de hábito entendido no como signo, sino aquello que le da sentido a la acción y que va junto al interpretante. A ello, agrega el Pragmatismo como “normatividad lógica para establecer científicamente la significación de los conceptos”. El pragmatismo va, de igual manera, en relación con el pensamiento, pues la acción humana solo es tal, si es pensada. La razón se antepone, entonces, a la acción, tal cual lo expresa el mismo Peirce: “El Pragmatismo moriría si hiciera del ‘hacer’ el ser-todo y el fin-todo de la vida porque decir que vivimos por el solo hecho de la acción sería decir que no hay nada que tenga propósito racional” (p. 154).
El último apartado de este capítulo se titula “Ser-signo: Relación triádica fundamental”. Allí se relacionan las características de las categorías del ser con las del signo. Se llega a la conclusión de que es el pensamiento el que hace posible la significación y se presenta el siguiente silogismo: si el pensamiento es un signo y el hombre es pensamiento, entonces, el hombre es un signo. La autora lo afirma de esta manera: “Lo pensado es signo. También el pensamiento como acción social es signo. El pensar no precede al signo como comúnmente se cree sino que el acto de pensamiento es siempre inferencial, es la operación de un signo. La mente, en este sentido, opera como signo de acuerdo con  las leyes de la inferencia” (p. 173).
A lo anterior se agrega el hecho de que el hombre se construye por medio de la representación. Es decir, el uso que hace de los signos, en este caso, del lenguaje, lo constituye como ser y signo, junto a los otros; no solo en el mundo, sino en conjunción con la comunidad. He aquí la importancia de la propuesta filosófica peirceana: el ser-signo-interpretante no es más que la alusión constante a la importancia del pensamiento (interpretante) y del hombre en su ser-signo en el mundo.
En el epílogo, Mariluz Restrepo, después de afirmar que la noción de interpretante es el núcleo de la teoría de Peirce,  da una conclusión general de las propuestas de este filósofo norteamericano: “Las categorías universales del ser son mera posibilidad —Primeridad — que se hacen efectivas en la realidad sígnica —Segundidad —mediada por el pensamiento humano —Terceridad —“(p. 194).
Así las cosas, el pensamiento, con el cual el hombre representa al mundo, es el que hace posible que se dé la semiosis y la significación. Tal vez no haya mejor forma de terminar esta reseña que con el mismo epígrafe de P. Ricoeur con el cual comenzó: (…) hybris, que lleva a nuestro pensamiento a erigirse en dueño del sentido


lunes, 4 de noviembre de 2013

Los viajes de Gulliver: una crítica al Estado británico

Los viajes de Gulliver: una crítica al Estado británico
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet.
Este pequeño texto nace de una lectura ingenua y rápida que hice de un libro ilustrado y olvidado injustamente en mi biblioteca. La versión no es más que una adaptación (tal vez mala o buena) de la obra original. Por eso, pido excusas a aquellos lectores que disfrutaron Los viajes de Gulliver en su versión original, porque, posiblemente, omito muchas cosas importantes en este artículo. Lo que más me llamó la atención de esta novela de Jhonathan Swift fue la crítica política al Estado inglés que tal vez, en una lectura más ingenua que la mía, habría pasado por alto.
Lemuel (o Samuel) Gulliver es un cirujano amante de la vida marítima desde niño, casado y con hijos, que emprende un viaje en una embarcación con el fin de mejorar un poco la condición crítica-económica que vive por esos días como médico en su país. A pesar de los extraños presentimientos de su mujer, decide aprovechar la oportunidad de trabajar en una embarcación. Lo que no sabía es que esta naufragaría y lo llevaría a vivir experiencias sorprendentes, increíbles e inolvidables.
Esta novela ha sido considerada y apta para la juventud. En ella se critican los actos humanos de occidente y sus decisiones políticas. La narración se ubica desde el año1699 y cuenta las peripecias de un hombre que visita países muy distintos al suyo, con los cuales puede comparar y reflexionar sobre su situación social y sus formas de vida.
Liliput es el país más recordado por los lectores. Allí se encuentra Lemuel con una multitud de pequeños humanos, comandados por un rey con intenciones de expansión, de colonización y esclavitud. Para alimentarse, Lemuel debe comer gran cantidad de alimentos, muchos más de lo que comería un ser humano del común de aquel país. Esto, de una u otra manera, afecta la economía liliputiense. Decide marcharse de allí cuando el rey lo condena a muerte, entre otras cosas, por desobedecer sus mandatos (de ir y acabar con uno de los países cercanos, al que, incluso, accedió a quitarles las flotas marítimas; la estatura de Gulliver era descomunal en aquel país)  y por el bienestar de la economía. Por lo tanto, llegó al otro país, donde fue bien recibido y donde le hicieron, para que se marchara en la búsqueda de su familia, una embarcación de su tamaño. Así, fue como, llevado por las olas, llegó a un país muy distinto al anterior: un país de gigantes, en donde él, ahora sería el personaje más pequeño. En un principio, fue tratado como muñeco de circo, ya después, cuando la reina le compró tanto el muñeco como la hija al hombre que lo halló en la playa (la hija de él era la que se encargaba de cuidarlo), después, decía, fue muy bien tratado y pudo comer de los mejores majares y pudo darse cuenta de que, a diferencia de Liliput, los gigantes eran mucho más humanos y éticos, aunque, socialmente, también había pobres y ricos. A continuación transcribo algunas referencias sobre la perspectiva que tanto Gulliver como los gigantes tenían acerca de Inglaterra: “Le expliqué que nuestro país estaba formado por dos islas que constituían un poderoso imperio, el cual podía permitirse incluso el tener varias colonias en América y otras parte del mundo. —Y esas colonias ¿no tienen sus propios gobernantes? —No, Majestad, están sujetas a los deseos de la Corona. —Pues no me parece justo—me interrumpió—. Yo no me dejaría gobernar por nadie de fuera de mi país. ¿Cómo consiguen la obediencia los ingleses? —Por medio de las armas, Majestad”.
Más abajo el rey del país de los gigantes reflexiona: “¿Y a eso es lo que tú llamas civilización? Pues creo que estás muy equivocado. Y si Inglaterra realmente existe y es como me la has descrito me has hecho el retrato de una institución que, si al principio pudo ser buena y tolerante, ahora ha llegado a un alto grado de corrupción. No me cabe la menor duda de que en tu país, para alcanzar un elevado cargo, no es necesario poseer ninguna virtud”. Y más delante agrega: “No tengo más remedio que pensar que tus compatriotas son los más siniestros y perniciosos gusanos de la naturaleza”.
Luego, a lo último, cuando un águila lo roba del país de los gigantes, Lemuel (o Samuel) Gulliver llega al país de los sueños, de los inventos. Personajes extraños, viviendas extrañas, quejas políticas: “El deber de un rey es velar por su pueblo y no aprovecharse de él”. Gulliver llega a su tierra después de varios años y nadie le cree, excepto su mujer. Ya lo dijo un rey de alguno de aquellos últimos territorios que recorrió Samuel: “La gente prefiere seguir viviendo su pequeña vida rutinaria en lugar de abrir los ojos a todas las perspectivas que el hombre tiene frente a sí”.

Ya no digo más. Ya todo está dicho. O tal vez, ya no puedo decir más. Lo cierto es que, entre viaje y viaje, navegué por los mares con Gulliver, y salí de mi fastidiosa rutina, sin mar, sin sueños, sin crítica. Miré más allá y comprendí que a los latinoamericanos les hace falta sentirse enanos para que comprendan las causas de los problemas sociales y políticos. Como lo veo, tal vez Latinoamérica sea Liliput… ay, pobres de nosotros ante los gigantes… Quizá ya vemos el pie de uno de ellos en nuestras cabezas.